jueves, 9 de agosto de 2018

DESPACIO POR FAVOR. EL SABOR DE LA SUECICIDAD


Ayer me insultaron por ir lento en el peaje de la autopista y pensé que, excluyendo los epítetos que adornaban el aserto principal, como cabrón y mamón, estaban en lo cierto. Así pues soy lento.

En efecto, en Viena, resuelto de una vez por todas a probar la atracción nórdica por el jengibre, decido acudir a Ikea, que como todo el mundo sabe, es lo más cerca de Suecia que se puede estar. Mis experimentos científicos carecen absolutamente de los fundamentos necesarios, estas circunstancias siempre me han dado igual. Sentado, aterido de frío en un banco del Prater, pensé un rato y aparte de pensar que Viena era una ciudad de cartón piedra y que de noche la desmontaban, pensé también que era un buen momento de aventurar una explicación posible sobre la querencia o atracción irresistible que tienen los suecos por el jengibre. Reitero, lo sé, no estaba en Estocolmo, estaba en Viena, pero qué más da si en en la carretera que va a Grasz, en Gewerbepark Kagran, había un Ikea. Total que allí me fui, no sin antes aprenderme de memoria un fragmento de un poema de Hörderlin

Weh mir, wo nehm ich, wenn
Es Winter ist, die Blumen, und wo
Den Sonnenschein
Und Schatten der Erde?
Die Mauern stehn
Sprachlos und kalt, im Winde
Klirren die Fahnen&lt

Como todo el mundo sabe, si quieres algo en Viena y más, algo tan delicado como lo que yo pretendía saber: la atracción irresistible que ejerce el sabor del jengibre en los suecos, mediante una dependiente del Ikea de Viena, debías inexcusablemente aprenderte un poema de Hörderlin. Así lo hice, no completo, es cierto, pero este fragmento de Hälfte des lebens me podía servir.

 Así las cosas y henchido mi espíritu por el romanticismo alemán horderliniano, quizá no henchido, sino más bien torturado, como la "torturada alma alemana", tomé un romántico taxí y me dirigí al polígono industrial vienés mencionado, entre las nieblas y las tinieblas del extrarradio vienés. En el taxi pensé que el jengibre, no sólo había condicionado los sabores de la cocina sueca, también algunos cuentos de la cultura popular anglosajona: run, run as fast as you can. You can’t catch me, I’m the gingerbread man. Eso definitivamente me pareció desviarme de mi propósito inicial, que era probar hasta qué punto el sabor del jengibre impregna lo que podríamos denominar la suecicidad entera, si existiera, por así decirlo, la idea de Suecia, en su totalidad manifiesta, así como se presume de la españolidad o italianidad, tal y como así lo afirmó Barthes en su célebre y sobrevalorado análisis de la publicidad de Panzani. Yo quería saborear no a Suecia, sino a su esencia condensada. Así pues, la cuestión era ¿Existe el sabor a Suecia condensada? y ¿Ese sabor es el sabor del jengibre? 

Como vemos, conforme nos íbamos acercando a la realización del trabajo de campo, la cuestión a dilucidar, se iba dilucidando por sí sola. Por otro lado, eso de descubrir el sabor de la esencia de la suecicidad, en la persona de una dependienta del Ikea, me iba abriendo ciertos apetitos que en nada tenían que ver con el afán curioso del científico de pro. La curiosidad es nuestro motor, decía H.G Wells, pero mi motor a la entrada de Ikea era otro y eso que estaba a 11 grados bajo cero. Evidentemente como todo el mundo puede colegir a estas alturas, el poema de Hörderlin dio el resultado esperado, Hörderlin es infalible para estos menesteres. Regresé a Viena sin ninguna mesa Bjursta ni una silla Henriksdaal, pero con una cita en Schnattl, un restaurante de Lange Gasse que se llega con el tranvía U-2. La verdad es que cuando le recité el poema con la mano en el pecho, tal y como se recitan los poemas de las torturadas almas alemanas, simplemente dijo Schattl, tranvía U-2, ya se sabe: pragmatismo austrohúngaro, porque la dependienta no era sueca, como de forma absurda llegué a pensar al tratarse de un IKEA. Este marasmo científico que estaba montando, a saber: Suecia, Ikea, una austriaca maciza, el jengibre y saber cómo diablos se tomaba el tranvía U-2, me producía cierta zozobra intelectual mientras me duchaba y me arreglaba para la cita. Podríamos decir que mi afán científico estaba tocado de muerte ante esta suerte de contradicciones y sinsentidos insoportables para un científico. Así son las Ciencias Sociales, me consolé a mi mismo, algo que se suele repetir cuando un científico social llega a conclusiones absolutamente absurdas a la par que prescindibles, cosa que ocurre en la mayoría de los casos. Cenamos en el Schnattl, insistí que fuera algo con jengibre, pero no lo conseguí, ni tan siquiera una galletita de nada, la austriaca odiaba el jengibre. Mi experimento se hundía con estrépito, pero curiosamente me daba igual. En casa, con ese ruido tan romántico y mecánico que emiten los coches cuando pisan el carril y las vías del tranvía, le comenté el objeto de mi investigación y ella, sin inmutarse sacó de su gran bolso un paquetito, se fue al baño y regresó vestida de dependienta del Ikea, a lo cual, y aún no sé la razón, mi cuerpo experimentó un calambrazo de deseo irrefrenable, con la consiguiente, visible e incomoda variación de tamaño (tampoco mucho) que se experimenta en estos casos y que en un primer momento llena de inquietud, aunque después todo lo contrario. Vestida así, con ese pantalón azul y ese polo amarillo, dijo con la cara que se suele poner en estas circunstacias arrebatadas: yo ya sé el objeto de tu investigación ladrón (esto lo dijo en español, aún me pregunto por qué diablos lo dijo y dónde lo aprendió) y con un tirón en la parte delantera del pantalón, se abrió una especie de costura que dejaba al descubiero, lo que evidentemente era el objeto de mi investigación. 

La italianidad no es Italia, es la esencia condensada de todo lo que puede ser italiano, de los spaghetti a la pintura. Si se aceptase regular artificialmente -y en caso necesario de modo bárbaro- la denominación de los semas de connotación, se facilitaría en análisis de su forma.

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